La música hipnotiza, se hace con la tutela de mi cuerpo, lo mueve, lo desboca, lo zarandea, se aprisiona de él liberandolo de cualquier orden del cerebro. Ya no estoy, aún estando. Mis oídos se aislan de los gritos de alegría de los demás, las palabras de mis amigas se quedan en el aire escapándose de ser las encargadas de devolverme la razón.Abro y cierro los ojos, y cuando los abro miro hacia abajo observando como mi cuerpo baila en un momento de locura.
Sonrío al ver que todos nos observan sin ver nada, y de pronto grito, lloro, sonrío, salto, sigo sin ser dueña de nada, me explota el exófago de alegría. 
Las miros y ellas están haciendo lo mismo, siguen bailando como locas, con pasos adquiridos de nuestras madres mientras nos reímos, y de pronto las cinturas de cada una de nosotras desafían cualquier ley física y la felicidad es tan inmensa que comenzamos a gritar, a expulsarla, es un sentimiento de exceso, de agobio de felicidad, y seguimos transmitiéndonos felicidad. 
De nuevo las miras, alguna llega sofocada de sabe Dios donde, simplemente sonríe y nos abraza, otra te tira el cubata y joder, menos mal, porque no soportabas el calor, el humo desvanece las siluetas y eso es perfecto porque te aíslas en la muchedumbre y eres individualmente y colectivamente feliz.
Y ahora por más que sea un domingo en casa, con tortitas y chocolate caliente, sumergida entre apuntes y fechas, es lo que toca los domingos, son los días de resaca de felicidad.
Me entristece pensar que hay gente que vive todos los días en resaca, y se conforman con ser contentados con una buena nota o simplemente la paz. Con lo delicioso que es el alboroto.